Este juego de botella y vasos nace de una antigua fábula celestial, apenas susurrada entre los vientos del mundo y las memorias perdidas de los cielos. Cuentan que, en los días primeros del tiempo, existían dos ángeles amigos —sin nombre, sin alas más grandes que el otro, sin otra distinción que la profunda conexión que los unía.
Después de largas faenas ayudando a la humanidad —susurros en sueños, caricias en medio del dolor, consuelos invisibles— ambos regresaban, cuando podían, a descansar al Quinto Cielo. No siempre descendían juntos, pero siempre, sin falta, encontraban el modo de sentarse uno al lado del otro, en silencio o en risa, y compartían el Licor de Flores, una bebida celestial: clara, refrescante, perfumada de vida. Era el néctar que reponía sus cuerpos de luz y renovaba su esencia para continuar la obra divina.
Pero un día, uno de ellos no regresó.
El otro, inquieto, comenzó a buscarlo. Bajó a la tierra una y otra vez, atravesando siglos, guerras, templos y desiertos. Lo buscó entre los rostros de santos y los ojos de los niños. Nunca lo halló… hasta que fue enviado a un campo de batalla donde reyes luchaban por gloria y poder.
Allí, entre el polvo y la sangre, lo reconoció.
Su amigo caminaba descalzo, encadenado, su espalda arqueada por el peso invisible del olvido. Ya no tenía alas. Ya no miraba al cielo.
Con el corazón encendido, corrió hacia él. Lo abrazó con todo el amor que guardó por siglos, pero el otro apenas lo reconoció. Su mirada estaba perdida, como si el abrazo lo traspasara. El ángel supo entonces que su amigo estaba herido en lo más profundo de su ser, y pensó: “Lo que necesita es el licor que nos alimenta y nos sana.”
Al día siguiente, volvió con sus enseres celestiales. Había traído el Licor de Flores del Quinto Cielo, dispuesto a compartirlo como en los viejos tiempos. Pero su amigo, agotado y endurecido por la vida, le arrebató la botella sin una palabra y corrió hacia una mujer embarazada, tendida en el campo. Sin dudarlo, le ofreció la bebida a ella primero, como si aún recordara que su propósito en la tierra era servir, aunque hubiera olvidado quién era.
Fue en ese momento que el ángel sintió un profundo dolor: sus alas, por haber traspasado el límite entre compasión y sacrificio, le fueron arrancadas. La divinidad le fue arrebatada, y con ella, el camino de regreso al Quinto Cielo.
Desde entonces, nunca más se vieron.
Ambos hicieron su vida entre los hombres, sin saber que alguna vez fueron hermanos de luz. Se convirtieron en ángeles caídos, vagando por un mundo cada vez más violento, cada vez más sordo al canto del cielo.
Mucho tiempo después, tras una batalla sin nombre, en un campo silencioso y ensangrentado, fueron hallados sus cuerpos —dos figuras blancas, pálidas, brillando levemente en medio del caos. Fueron recogidos por soldados y llevados al cuarto de los reyes, donde, según la leyenda, aún se conservan como estatuas, o como recuerdos.
Desde entonces, el Licor de Flores: Cuando Éramos Ángeles se sirve en vasos que evocan el arte del cielo y la tierra. Se dice que quien bebe de él puede sentir el eco de un lazo perdido, la nostalgia de un hogar lejano, y por un instante, la ternura de un amor sin nombre que no conoce el tiempo.
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